Wednesday, March 23, 2011

古巴華人 1

El chino Antonio tenía un puesto en el barrio. Desde casi una cuadra el olor a majúas y pescado frito, a frituras de malanga y bacalao, a bollitos de carita y a maní recién tostado nos hacía la boca agua y nos atiborrábamos de ellos en una época en que si alguien mencionaba la palabra colesterol, pensábamos que se trataba de un detergente para fregar.

Antonio era un chino ya mayor de edad, más bien alto y robusto; algo muy extraño, puesto que la mayoría de los chinos son bajitos y flacos. Llevaba muchos años en Cuba y chapurreaba bastante bien el español. Era muy buena persona y conocía a todos los marchantes de la barriada por sus nombres, pero refunfuñaba en chino cuando lo molestaban, lo que hacía las delicias de los muchachos, que frecuentemente lo hacíamos víctima de alguna trastada para oirlo pelear en chino. Muchos juraban que nos decía “tunia ma cajá kalinbambó”, que era como mentarnos la madre en el idioma de Confucio, pero eso no era chino ni la cabeza de un guanajo y no creo que Antonio fuera capaz de hacerlo.

Un par de días después de la pillería si alguno de nosotros llegaba muy serio al puesto, como si nada hubiera pasado, a comprar frituras de bacalao, Antonio lo miraba con el ceño fruncido y le decía: “Tú son malo. Yo vigila pa ti...”, pero con una sonrisa pícara echaba una fritura de más en el cartuchito de papel. Todos queríamos al chino Antonio.

Saturday, March 19, 2011

El Colorado


El custodio de una de las garitas de la prisión del Castillo del Príncipe que da a la calle G se vio rodeado de pronto y como por arte de magia, por tres hombres que lo arrojaron al piso, y uno de ellos, alto, flaco, pelirrojo, le dijo:

-¿No me conoces? Soy el Colorado, y vengo a buscar a mi hermano. No te muevas porque te mato…


Y lo mataba sin contemplaciones si fuera preciso, no sería el primer ni último cristiano que se echara “al pico” Orlando León Lemus, el Colorado. Su ”hermano” encarcelado era Policarpo Soler*. Los dos, junto a Jesús Gónzalez Carta “el Extraño”, José Fayadel, “el Turquito”, y una pléyade de pistoleros más constituían la crema y nata de los gangsters cubanos de la época, mucho antes que Meyer Lansky, Santos Trafficante, Lucky Luciano y el actor-mafioso George Raft llegaran a la Habana a hacerse cargo de los casinos de juego.

Tuesday, March 15, 2011

El Gallo de San Isidro


Alberto nació en el seno de una familia pudiente a finales del sigo XIX. Fue el menor de tres hijos, dos varones y una hembra, y lo criaron con todos los mimos y cuidados que se reservan para el último vástago. Estudió en el colegio San Melitón en la Habana y más tarde lo enviaron junto a su hermano mayor a estudiar odontología en los Estados Unidos.

Cuando regresó a Cuba a los 19 años, en el año 1900, Alberto se había convertido en un joven muy apuesto y refinado, que vestía impecablemente y amante de la buena mesa, los mejores licores y la ópera. Inmediatamente comenzó a codearse con lo más selecto de la sociedad habanera de la época y era asiduo visitante de la Acera del Louvre en el Paseo del Prado, punto de reunión de los jóvenes habaneros. Allí, sentados en las mesas al aire libre y entre trago y trago, se pavoneaban todos ante las damas que pasaban, destacándose Alberto como un excelente conquistador de incautas jovenzuelas.

Su familia, de ascendencia italiana, era bien conocida en los círculos habaneros. Su padre era un afamado médico dentista, miembro fundador de la Sociedad de Odontología de Cuba y catedrático titular de la Escuela de Cirugía Dental de la Universidad de la Habana. La madre, una virtuosa del piano llegó a tocar para Napoleón III en Las Tullería . Su tío y hermano mayor, de la misma profesión, posteriormente sentaron pautas médicas en los hospitales Emergencias y Calixto García de la Habana.

Pero no fueron ellos con sus logros profesionales los que trascendieron en la cultura popular, fue el joven Alberto. Su nombre completo era Alberto Manuel Francisco Yarini y Ponce de León, el souteneur, el gigoló, el proxeneta, el Gallo de San Isidro. El que todos conocía por su ilustre apellido. Yarini, el chulo más famoso y temido en toda la historia de Cuba.

Thursday, March 10, 2011

El Caballero de París


En algunos escritos aparece como “mendigo”, “pordiosero” o “limosnero”. En los tres vocablos la Academia Española los define como alguien que pide limosnas, y nada más lejos de la realidad. El Caballero de París jamás solicito una dádiva.De hecho, cuando alguien le ofrecía unas monedas no solicitadas, retribuía la oferta con algún pequeño regalo, una postal cuidadosamente coloreada a mano o alguno de aquellos antiguos cabos de pluma provistos de un punto de metal que se mojaban en un tintero. El Caballero de París los envolvía finamente en hilos de colores que usualmente mostraban el nombre de la caritativa persona. Tanto era su desapego por el dinero que cuentan que a principios de lo ´50 Gaspar Pumarejo lo llevó a él y a otras dos figuras del folklore popular, Bigote´e Gato, que lucía unos bigotes inmensos como el timón de una Harley Davidson y a la Marquesa, una callejera que sacó provecho económico de su falsa alcurnia relajeando con el público, a su popular show Escuela de Televisión para que sirvieran de jurados en un asunto trivial.

Friday, March 4, 2011

Uno y la victrola

UNO

Era uno de esos pequeños gustos que uno se daba. Servía para aliviar las tensiones -el stress, que le dicen hoy día-, y alegrar un poco la vida.

Uno se dirige al bar más cercano un sábado en la tarde, coloca los codos en el mostrador y un pie en la barra de latón dorado que corre paralela al piso. "Dame una Hatuey bien fría, mi hermano..." El cantinero presto y servicial rápidamente coloca un vaso frente a uno y saca una cerveza casi congelada de una de las puertas del refrigerador. La destapa y la vierte lentamente mientras uno escucha el burbujear de la bebida y observa al mismo tiempo, en un ritual casi morboso, como sube la espuma hasta desbordarse, correr por un costado del vaso y formar un pequeño charco en la pulida madera del mostrador. 
 
Para esperar que baje la espuma, uno se dirige a la victrola cercana, coloca una moneda de cinco centavos en la ranura y oprime un par de teclas conocidas de antemano correspondientes al número musical preferido. El inmenso aparato mecánico entonces parece cobrar vida. Mientras las luces se encenden, girando y corriendo de un lugar a otro bajo los plásticos coloreados y burbujas de un líquido deconocido suben al calor de las luces, una enorme rueda de discos comienza a girar buscando la canción solicitada. Se detiene justo en ella y un brazo de metal toma el disco, lo gira en el aire y lo deposita sobre el fieltro del plato giratorio. Entonces el brazo de la aguja coloca suavemente la misma para que acaricie la brillante superficie de la placa de vinil.