El chino Antonio tenía un puesto en el barrio. Desde casi una cuadra el olor a majúas y pescado frito, a frituras de malanga y bacalao, a bollitos de carita y a maní recién tostado nos hacía la boca agua y nos atiborrábamos de ellos en una época en que si alguien mencionaba la palabra colesterol, pensábamos que se trataba de un detergente para fregar.
Antonio era un chino ya mayor de edad, más bien alto y robusto; algo muy extraño, puesto que la mayoría de los chinos son bajitos y flacos. Llevaba muchos años en Cuba y chapurreaba bastante bien el español. Era muy buena persona y conocía a todos los marchantes de la barriada por sus nombres, pero refunfuñaba en chino cuando lo molestaban, lo que hacía las delicias de los muchachos, que frecuentemente lo hacíamos víctima de alguna trastada para oirlo pelear en chino. Muchos juraban que nos decía “tunia ma cajá kalinbambó”, que era como mentarnos la madre en el idioma de Confucio, pero eso no era chino ni la cabeza de un guanajo y no creo que Antonio fuera capaz de hacerlo.
Un par de días después de la pillería si alguno de nosotros llegaba muy serio al puesto, como si nada hubiera pasado, a comprar frituras de bacalao, Antonio lo miraba con el ceño fruncido y le decía: “Tú son malo. Yo vigila pa ti...”, pero con una sonrisa pícara echaba una fritura de más en el cartuchito de papel. Todos queríamos al chino Antonio.