ALLÍ

Yo tendría unos once o doce años. Había nacido y me había criado en el Cerro, barriada que para aquel entonces, mediados de la década del ´50, ya había perdido el lustre que tuviera en los años de la colonia y los primeros del siglo XX, convirtiéndose prácticamente en una zona industrial, habitada en su gran mayoría por humildes trabajadores.

Era una época más inocente. Las computadoras, los teléfonos inteligentes y los juegos electrónicos existían solamente en las mentes calenturientas de los escritores de ciencia-ficción y los “caballitos” eran el reino mágico para los niños. Nada se podía comparar a aquellos modestos, modestísimos parques de diversiones que recorrían pueblos y ciudades de la isla, armando en cualquier solar yermo el tinglado de un carrousel, una estrella, sillas voladoras, una montaña rusa en miniatura y kioscos de tiro al blanco con escopetas de pellets o aros de madera, en los que con un poco de suerte alguien se podía llevar a la casa un león, un tigre o un oso de peluche. Todo ello acompañado de pequeños kioscos de venta de rositas de maíz o de inmensas nubes de algodón de azúcar en medio del sonido atronador de los altoparlantes con cha cha chas y boleros de moda. Era la mismísima gloria para los ojos y oídos infantiles... y también para algunos otros que no lo eran tanto.

Un viejo amigo de mi familia era dueño de uno de esos pequeños parques de diversiones y todo los años nos invitaba cuando traía su negocio a la barriada donde vivíamos. Por supuesto, eso significaba que podíamos disfrutar de sus casi destartalados aparatos completamente gratis, y ese año, una tarde de domingo, nos llevaron a mi hermano menor y a mí.

Santos, que así se llamaba el dueño de los “caballitos”, había emplazado toda la parafernalia de su parque de diversiones en un solar yermo situado en una manzana que forma un triángulo equilátero casi perfecto muy cerca de la calzada de Palatino. En aquella época, en pleno verano, además de la maleza, sólo florecía un inmenso flamboyán rojo en uno de sus ángulos. El ideal para la instalación.

Disfrutamos allí toda la tarde, y a esa hora donde los últimos rayos del sol parecen incendiar la Tierra, nos marchamos. Al pasar cerca del flamboyán, éste parecía envuelto llamas. Por los altoparlantes se escuchaba un tema que hablaba del renacer de una pasión junto a un flamboyán bajo la luna llena. Fue magia. Tanta que, más de medio siglo después, en las noches de plenilunio, todavía me parece ver un flamboyán en llamas bajo el cual dos amantes se besan.

Éste es el tema..

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